El Bulli, el interior.




Si he de escoger entre una imagen de todas las que guardo en mi retina que represente el comedor del Bulli sin duda es ésta.

El interior del Bulli tiene la misma estructura que un sueño. Aglutina un conjunto de elementos que a veces resultan disonantes o sin sentido. Pero individualmente, uno a uno, todo tiene su motivo. Por eso el Bulli no puede definirse como clásico, moderno, ecléctico, kitsch... No puede encontrar acomodo en nada preestablecido, no existe nada igual. Cada sueño es único. El Bulli también. Es el conjunto de deseos, recuerdos, obsesiones, anhelos, huellas de quien pasó por allí, como en las representaciones oníricas.

Cojines rojos de terciopelo, una baldosa demodé, un movil de cuna que cuelga del techo, una alacena antigua, un cactus, una ánfora, mesas de teca, cuadros inverosímiles y la imagen de un bulldog que se repite en diversas formas y situaciones. Un sueño cargado de contenido, y como en todos los sueños, el alma de quien lo está fabricando en todos y cada uno de los detalles, como sello de identidad.





Cuando uno entra en el Bulli, entra dentro de ese sueño y empieza a formar parte de él. Se producen momentos de fantasía, estados contemplativos y escenas chocantes, carcajadas irreales, suspiros profundos, situaciones absurdas, y momentos de felicidad. Se disfruta, se explora, y se experimenta el vértigo de la caída libre que produce el conocido sobresalto al soñar. Y como en los sueños bonitos, cuando se acecha el final, se hace uno el dormido, para no despertar.






Por esa puerta pequeña se entra al universo del Bulli.

Rodeado de vegetación mediterránea y un cuidado jardín de diseño, encontramos esta fachada blanca con el mar detrás y un dibujo de un bulldgog sobre fondo mostaza. La construcción es un mix de lo nuevo y lo anterior. El Bulli encierra sorpresas, no conviene distraerse con lo que permanece inmóvil. La danza de treinta o cuarenta platos será el centro de atención.

Si hay algo que todos hemos hecho al llegar a este sitio, es hacernos una foto para poder comprobar luego, que ha sido verdad. Esta es la mía.




Corresponde a la última vez. Era un 16 de febrero de 2011, al mediodía. El tiempo primaveral hacía aun más difícil creer que todo era verdad.

A éste escenario llegamos por la derecha desde el parking, podemos entrar por la izquierda al interior, o subir las escaleras para asormanos a esa ventana indiscreta. Es una vista panorámica a la cocina, al equipo trabajando, a Ferrán dirigiendo. Más que una ventana es un escenario.







La primera vez que entré en el Bulli me pareció algo genial. No había nadie en particular esperándome, para hacerme reverencias de bienvenida, como en los restaurantes con caché. Tuve la sensación más bien de entrar en una casa de alguien cuya puerta estuviera abierta para pasar sin llamar.






Esta es mi hermana Isabel entrando, se mezcla entre camareros que vienen y van, Lluis García, a la derecha, cavila y permanece tranquilo. Maître y mano derecha de Adriá "el señor no", como algunos le han llamado, gestiona y controla las reservas del Bulli. Entran nuevos comensales, pero él no dice nada. Le parece natural.

En algún momento alguien que pasa por ahí, que puede ser Luis Biosca, maître, Oriol Castro, uno de los Chef, o el mismo Juli Soler, me saludan y me invitan a pasar a la cocina y saludar a Ferrán.





Esta es otra foto obligada. Su propio equipo te invita a hacerla.

Charlamos brevemente, no queremos interrumpir. Tras él todo el mundo está trabajando, ya hay gente sentada a la mesa en el comedor.

Ferrán habla muy rápido, me suele costar entenderle. Con su voz ronca característica te invita a disfrutar y te desea una agradable comida en su casa.

Lleva horas en esa magnífica cocina, y aun le queda bastante tiempo. Lo da todo. Está al pie del cañón.

No se cómo lo resiste.




Pasamos a la sala. Nos asignan el primero de los dos comedores. En las dos ocasiones que he estado en el Bulli, me han asignado la misma mesa. Se me olvidó preguntar si es de forma intencionada, o es de forma casual.
Esa mesa me encanta. Está en el centro de gravedad del restaurante. Tiene las mejores vistas. En la comida me senté mirando a norte (la entrada y la cocina) y el la cena mirando a sur (el otro comedor). Las coordenadas me las he imaginado yo.

Mirando a sur, a mi izquierda un matrimonio popular en el Bulli, una pareja que lleva visitándolo desde sus comienzos. Los reconozco porque los vi en uno de los documentales. Han traído un perrito. Me quedo muerta cuando veo a Lluis García colocarle un bol blanco para mascotas con su cena particular. Un perro comiendo en el Bulli!!





Esta fue nuestra mesa, la primera vez. En la Foto mi padre observa el resultado de la foto que acaba de capturar. Sobre su cabeza en una viga de madera uno de las múltiples representaciones que se encuentran en el Bulli del famoso Bulldog de quien toma su nombre. No es de extrañar, ahora que lo pienso, que de un trato de favor a este significado animal. Alguien del servicio pasa por la derecha, como un ánima. Están pero no se les siente. Y son un ejercito de cincuenta!

Detrás al fondo, se ve el salón que yo considero secundario, aunque quizá sea el principal, la verdad no lo se. Pero las baldosas sesenteras y los terciopelos rojos de la estancia en que me encuentro tienen el sabor más auténtico.





Este es el comedor del fondo. Como veis el estilo cambia, podría pertenecer a un restaurante diferente. Cuando tomé esta fotografía, pensé en la cantidad de gente que habría habitado esta estancia, en sus historias, en sus motivos, y en que seguramente ya no volverían.

Descubrí esta salita, que desconocía. La primera vez, no me fijé en ella. Está un poco más elevada que la estancia anterior, a la cual asoma por la izquierda. Supongo que se usa para tomar el café y la copa tras la cena.





Pero el lugar de la prórroga de la cena, es la terraza que da al mar. Esta en donde me veis posar. Volvemos a cambiar de estilo, el ambiente es más actual. Con las mesas y sillas de teca, las lámparas milimalistas con velones, como la del fondo. En esta estancia algunos comienzan con los snacks, y terminan después con los postres oyendo el susurro del mar.

En el banco grande del fondo, dejamos a Ferrán ante un gin tonic cuando despedimos nuestra cena de verano. Compartía charla animada con el matrimonio del perrito. Era la una de la madrugada, aun llevaba puesto el delantal.




Nosotros tomamos el postre dentro. Y al final "la caja". Una gran caja llena de bombones únicos, como no he visto jamás, bombones de Ferrán Adriá!. Es un reto para la mesa. Alguien se la puede acabar? Otra vez me acordé del símil onírico.

Cuantas veces he soñado en la infancia quedarme encerrada dentro de una juguetería, pastelería o bombonería, cuando ya todo el mundo la había abandonado y el local estaba cerrado. Y podérmelo llevar todo con nocturnidad y alevosía. Elegir lo que quisiera, sin límites, sin problemas. Reviví el sueño con "la caja", pero era realidad.

No perdáis en detalle de la cámara sobre la mesa. En todas las mesas hay una. Forma parte del ritual.





Son las mesas más bonitas del Bulli vistas desde la mía. La ventana da al pasillo por donde se entra al restaurante, y que comunica con la cocina. Es un mirador perfecto a la pasarela de platos y personal.

El reloj antiguo me encanta. Y los cojines rojos en formación. Las sillas de maricastaña, las flores de la baldosa del suelo, la alacena centenaria... conviviendo en paz con el gotelé. Y todos esos cuadritos que encierran una anécdota o historia con toda seguridad. No puede ser de otra manera. Es perfecto.



Un conjunto de elementos que como en un plato de Adriá nadie nunca hubiera pensado en combinar.

Una sucesión de imágenes inconexa, desordenada, pero con profundo significado, como ingredientes de un sueño que uno recuerda al despertar.


Estos son para mí los símbolos de Bulli. Las imagenes que como fogonazos aparecen intrusas, cuando rememoro los platos y los sabores de la Cala Montjoi.